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31 octubre 2013 4 31 /10 /octubre /2013 21:49

   11612740-1-.jpgSan Alonso Rodríguez, (1533) fue incapaz de llevar el negocio  de paño de su padre. Se casó, teniendo dos hijos que murieron, igual que la mujer. Después de una profunda crisis, quiso ser jesuita; no pudo por la edad, la falta de estudio y de salud. Posteriormente entró de lego, fue portero cuarenta años, su obediencia era tan tremenda que estando enfermo le llevaron la comida, diciéndole de parte del superior que se lo comiera todo, se comió hasta el plato. Tenía una intensa espiritualidad y gran familiaridad con Dios. Sus cartas eran sencillas y bellas, mostrando santidad no aprendida sino vivida.

   Nada nos aparta del amor de Cristo. El Amor es  donación, siempre está para nosotros, pero la nube de nuestra ceguera que construimos con nuestra dejadez,   nos embota haciéndonos; pasotas,  irreflexivos, inconsecuentes, dejándonos anestesiados, muertos para contribuir y  alimentar la vida del espíritu, o sea embrutecidos, tirando nuestra propia vida en el despilfarro del desorden, quedándonos tan solo con el sabor de la insatisfacción. Nos apartamos voluntariamente porque Dios siempre pide permiso, no obliga.

 

   En romanos 8, 31b-39 Pablo hace un canto de amor a Dios, lleno de énfasis y entusiasmo, mostrándonos la disposición de vida que debemos tener en la vivencia de nuestra fe, llegando a ocupar la pasión por Dios   lo más profundo de nuestras entrañas, de nuestro corazón y de nuestra alma. Caminar  junto a Jesús, es la más hermosa de las aventuras, si la vivimos a borbotones, gustando cada instante bueno o malo pero siempre alabando y amando ¿Qué supera el amor de Dios? El Manso, el Humilde de corazón, es nuestra experiencia de Dios, en comunión de amor, el que se entrega muriendo y triunfa con gloria que nos envuelve y nos libra de condena. El es nuestra victoria, que nos da la prenda de nuestra herencia “su Espíritu” que entra hasta el fondo del alma y nos enriquece llenando el vacío del hombre,  vivificándonos, siendo El, el que actúa, el que vence en nuestra pobre debilidad.

 

   No apartar los ojos de la cruz, que fue su victoria y la nuestra ¡Victoria de quien está sentado a la derecha del Padre -siempre preparado con los brazos abiertos- para interceder por nosotros. ¡Somos hombres salvados justificados! Por la vida de Cristo,  el que se lamentó y  lloró por Jerusalén porque quiso reunir a sus habitante, como la gallina a sus polluelos y no pudo, acompañémosle hasta nuestro último aliento porque nos sabemos amados por El, nos sobra todo y nada se puede comparar a semejante locura. 

                                                                   ¡Sí a la vida!  Bebe-59[1]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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