Santos Zacarías e Isabel, padres de San Juan Bautista. De ellos dice San Lucas que: “eran justos ante el Señor”. Fueron testigos de la tremenda acción de Dios en la historia. Personas de fe y de vivencias profundas en las noches más oscuras, viendo la Luz del Sol venido de lo alto ¡Jesús! El Magníficat proclamado por la Virgen surgió de su encuentro con su prima Isabel, al decirle ésta: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas dichas de parte de Dios!”
En Romanos 12, 5-16 Pablo continúa llamando a la unidad, diciendo que somos uno en el Cuerpo de Cristo, y cada miembro del Cuerpo estamos al servicio de los demás miembros. Todos tenemos dones que Dios nos ha dado, debiéndolos de emplear en el servicio del bien de los que componemos la Iglesia. Dedicándonos, aplicándonos con agrado y generosidad, siendo buenos unos con otros, bendiciendo, sin que la caridad sea una farsa, considerando a los demás más que a uno mismo. Apegándonos a lo bueno y aborreciendo lo malo, sirviendo constantemente al Señor, alegres en la esperanza, firmes en la tribulación y asiduos en la oración, manteniendo el espíritu ardiente. Sin grandes pretensiones, mantenernos a nivel de la gente humilde.
Dios nos quiere a todos con El, junto a Él, en la morada de su casa eterna. Su invitación al banquete más que una llamada es un clamor, un lamento de urgencia para celebrar una fiesta en la que la entrada es libre. Si amamos al Señor, tenemos que corresponder a la llamada contentos de que El cuente con nosotros, comprometiéndonos como servidores fieles, encantados, felices de servirle, de poder participar en su plan, en su vida, en su intimidad.
No podemos suplir a Dios con nada ni con nadie o responder como funcionarios malos o mediocres, con mil excusas, dejándolo todo para luego, o diciendo: ¡Ya veremos! Si amamos a Dios tenemos que corresponder a la llamada instantáneamente, participando, dándonos, en la vocación a la que hemos sido llamados, empleando los dones que se nos han dado.
Ser siervos encendidos del amor de nuestro Señor, vestidos con el traje nuevo del entusiasmo de la caridad, saliendo a los caminos contando con júbilo, -desde la oración más profunda y sincera- lo que hemos visto y oído, lo que es y encierra la casa del Padre. Sabiéndonos portadores de la Buena Nueva, hacer de nuestro vivir un arte aprendido a la luz del Maestro, estando dispuestos a amar todo lo desconocido, no lo nuestro: nuestra familia, amigos…, sino a toda la familia de Dios, pobres, paralíticos, ciegos... amando al prójimo más dispar, absurdo, opuesto a nosotros, porque la llamada al amor nos hace iguales en Dios. Necesitamos su corazón para amar, su fuego para abrasar, quemar y achicharrar. Amar con dolor y gozo a cada persona, sintiéndolas hermanas; si no es así, no comprenderemos nunca, como ama Dios, ni que es ser querido por EL.
¡Salgamos a los caminos a buscar a los hijos perdidos de Dios.
¡Sí, a la vida!