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23 marzo 2010 2 23 /03 /marzo /2010 19:09

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  Todos estamos impresionados por el desastre de Haití, en el que hemos visto tanto dolor, desolación, terror e impotencia. Esto, nos ha hecho volcarnos en ayudar, a los que tanto están padeciendo. Estamos obligados a ello, es nuestro deber.

 

  Más no podemos esperar a solidarizarnos el que nos muevan hecatombes como ésta. Tenemos que sentir tan en el corazón la injusticia del vivir de los demás, careciendo de sus derechos fundamentales, que no deberíamos respirar tranquilos , con tanto y tanto como  poseemos, estamos atontecidos, esperando cómodamente el sol del nuevo día, sin cumplir con el compromiso de discípulo del Maestro. Colaborando, trabajando en la construcción del Reino ¡aquí! ¡ya! ¡ahora! Tenemos que dejarnos la vida con fuerza, con ahínco, con alegría, con apertura de mente y corazón en la transformación de este mundo, como hijos amorosos del Padre, hermanos de amigos y enemigos. No podemos estar con la falsa esperanza de tener la mirada en el punto final, sino en el comienzo “El Presente”. Esta es nuestra realización y la de nuestra tierra, el futuro será la realidad que hayamos construidos.

 

  No podemos vivir ajenos e indiferentes, ante la evidencia, de que los redimidos por Jesucristo, igual que nosotros, con hijos como los nuestros, se alimenten con ratas porque carecen de comida, agua o cualquier otro recurso, muriendo cada día, sin asistencia sanitaria, explotados, ignorados no ya por los países ricos, sino por nosotros los cristianos, los que creemos en Dios. Mientras, miles de personas han quedado enterrados vivos, bajo los escombros de casas y chabolas, con techos de lata mal construidas. Si sus casas hubiesen sido como las nuestras (bien cimentadas) ¿Cuántos muertos menos habría?

 

  Tenemos que despertar, actuar, trabajar, hacer que nuestros políticos sean honrados, sin mil caras, que se hagan leyes más humanas, que cambien el injusto orden establecido. Nuestra tierra es de todos y todos debemos de usar los recursos con mesura, sin acumular, derrochar o destruir, enseñando a las nuevas generaciones, exigiendo el reparto equitativo, el respeto a los derechos de las personas que habitan con nosotros. Todos los bautizados somos imagen de Cristo y el Espíritu del Señor nos acompaña. Hagamos esto realidad, donde quiera que estemos, hagámoslo presente en la verdad, en la justicia, en el amor. Debemos vivir con radicalidad el amor ¡Ay! Si lo viviéramos ¡Cuantas cosas podríamos hacer y cambiar? Estamos obligados a dar, a gastar la vida en actos reales, vivos por nuestra parte.

 

  No continuemos acomodados, hastiados, empecemos a caminar a la cabeza, con Cristo. Cambiemos primero las estructuras de nuestros propios pensamientos e incongruencias, después, los pequeños soportes insulsos que nos rodean. Caminemos, marchemos sin más ideologías de izquierdas, ni derechas, de colores, de leyes, de compromisos de naciones, abanderemos los cambios, pisoteemos lo imposible para hacer realidad, verdad, la Buena Nueva, el mensaje del Evangelio, el mandato nuevo. Embarquémonos en la gran aventura de Pedro, Pablo, Juan…derrochemos energías, fuerza, coraje para realizar la voluntad del Padre, que todos seamos uno en Ellos, en su amor. Sólo con nuestros esfuerzos sinceros, fluidos del Espíritu, veremos la aurora nueva de la igualdad, de la común-unión, del valor de la vida, del don de Dios. Su amor, del vivir la esperanza haciéndola verdad en actos de amor, en cada instante con nuestra donación gratuita, con nuestro hacer dejándonos la piel, haciéndonos hombres libres, de altos vuelos, no de esperanzas del mañana sino de la realidad de hoy. Para pedir justicia, seamos justos, para exigir verdad hagamos y realicemos verdad, para cambiar nuestro entorno, transformemos nuestro mirar y actuar.

 

  Cambiemos las leyes que permiten que no todos tengamos los mismos derechos y recursos, haciéndonos iguales no en la teoría sino de hecho.

 

   El cristiano vive en esperanza, con la mirada hacia delante, sabiendo que la esperanza tiene que florecer como realidad y, ésta realidad, tiene que ser mejor que la espera. Tenemos esperanza de ver a Dios, de estar con El, y está bien…Pero no podemos permitirnos el vivir de sueños, utopías o sentimientos, sino de desprendimiento generoso, de verdad vivida a fuerza de fe y amor, vividos en Dios, nuestra esperanza, que es total realidad. No pensemos, ni esperemos en falsa esperanza, sin actos sinceros, en el que hagamos presente en el mundo el amor trinitario. Porque somos hijos de un mismo Padre.

 

 

                                                                  ¡Sí, a la vida!  

 

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